Cada vez que se citaban subían un peldaño en la escalera de un destino común y distinto, como es el de todas las parejas. Ella le confesó que una parte de la sociedad le reprochaba su trabajo, pero que no le importaba.

La primera vez que se vieron, ella le dijo, con la ilusión como principal motor del esfuerzo: lo conseguiremos. Le bastaba besarlo para que él tuviese la sensación de danzar al borde del desmayo. Se inventaron un lenguaje propio y secreto para evitar lágrimas de satisfacción. Con los ejercicios de consciencia corporal, él aprendió a que el dolor no debía enturbiar cada sonrisa, cada afecto y cada alegría.

A punto de separarse para siempre, él le declaró amor incondicional y su admiración por haber hecho tan feliz a un tetrapléjico. Y es que las sociedades sacralizadas confunden el buen hacer con el pecado.